jueves, 23 de agosto de 2007

Ética en la política y no en el salario

La irrupción de la Iglesia Católica en la agenda política del país instalando el concepto de salario ético y la seguidilla de aportes, apoyos, propuestas y llamados de distinta naturaleza a enfrentar u abordar el tema, deja en evidencia una carencia democrática básica –e incluso anterior al imperativo social y político de su discusión-, asociada al hecho de que una institución social, a la cual no le compete directamente la responsabilidad de fijar la agenda, logre definir tanto el tema como la prioridad, reemplazando de esta forma la iniciativa política que corresponde a otros actores políticos a quienes les compete directamente dicha responsabilidad. Esto constituye una seria debilidad de nuestra democracia.

Vamos por parte. No cabe duda alguna acerca de los avances que en materia democrática ha logrado Chile en estas casi dos décadas. Dichos avances se han traducido en aspectos simbólicos vinculados a nuestra historia reciente como a la configuración de condiciones políticas y económicas que brindan una plataforma de estabilidad y gobernabilidad que constituye un logro relevante si se compara con la convulsión que viven otros países de la región pero que, a la vez, resulta insuficiente si se observan aquellas democracias emergentes que han logrado no solo crecimiento económico sino que también desarrollo social, económico y político destacable. Tales avances se han debido en parte a los imperativos provenientes del sistema internacional que resultan ser complementarios y consistentes con lo realizado por Chile y, por otra, a la capacidad de nuestra elite política, particularmente aquella de raigambre concertacionista, de asumir que el camino de Chile es consolidarse dentro del sistema y alejarse de la tentación del camino propio. Eso en una mirada macro.

En virtud de ello, junto con consolidar la plataforma democrática es menester avanzar en su perfeccionamiento y generar las condiciones de inclusión política que posibiliten profundizar y ampliar el ejercicio ciudadano de participación. En este sentido, el aporte de la oposición resulta fundamental, pero debe ir acompañado de mecanismos que posibiliten la integración de los distintos intereses en la sociedad en torno a ideas fuerzas contundentes y que, normalmente, dicen relación con la expresión clara de lo que indica el sentido común.

Al efecto, si la sociedad desconfía del sistema político y sus componentes –como se evidencia en distintas encuestas y estudios- necesariamente se debe prestar atención y generar acciones concretas y orientadoras. De esta forma, cuando la agenda política de un país comienza a ser establecida por movimientos o instituciones o simplemente se construye conforme a las influencias de los medios de comunicación significa que la democracia se acercas a los límites inferiores de la plataforma construida. Cuando ello sucede, queda en evidencia la presencia de un anclaje al pasado en grupos decidores ubicados en las altas esferas gubernamentales y, a su vez, emergen las reacciones contrarias de quienes perciben que sus intereses futuros pueden ser afectados sustantivamente.

Inevitablemente, la carencia de ideas-fuerzas integradoras conlleva el resurgimiento de propuestas asociadas a modelos de sociedad del siglo pasado o bien a la emergencia de personalismos políticos que intentan representar, de alguna manera, el sentido común perdido. En ambos casos, se proyecta la imagen de un poder aislado y de un sistema desordenado, lo que abre un espacio de incertidumbre que afecta negativamente a la democracia.

Mas allá de las diferencias ideológicas al interior del Gobierno y de la Concertación que han quedado explícitas tanto en el denominado conflicto de los pingüinos el año pasado, como en lo que se refiere al tema laboral y su expresión sintética en el denominado salario ético, queda en evidencia de que el gobierno no tiene capacidad de marcar rumbos en el manejo de las prioridades, habida consideración que sus prioridades programáticas no coinciden con las demandas de la sociedad. A su vez, similar situación se percibe en la Alianza donde las propuestas suelen terminar en mensajes confusos asociados a los liderazgos existentes en su interior.

En la práctica, todo la evidencia señala que Chile avanza en al inercia de su modelo económico, mientras el día a día refleja una permanente lucha por el poder y por lograr posiciones de ventaja respecto a las próximas elecciones, lo que sería normal y necesario si existiesen objetivos de más largo plazo que orientaran el quehacer político. Hasta el momento, nuestra hoja de ruta indica que el fin del camino es el bicentenario y que de allí en adelante habrá que esperar quien gana las elecciones para saber como sigue por cuatro años más.

De esta forma, deberemos esperar que la Iglesia, los movimientos sociales u otros actores puedan generar protestas o plantear soluciones para avanzar en la agenda política nacional. Insistimos, constituye una debilidad democrática que las prioridades del país sean señaladas por actores a quienes no les compete directamente la conducción del Estado.

Sin embargo, también cabe otra posibilidad. Simplemente de que la idea gubernamental es utilizar el método antiguo de generar condiciones para que el conflicto surja y se instale, obligando a los actores políticos y sociales a asumir los temas en virtud del mayor costo que implicaría entrar en una fase confrontacional. De esta forma se neutraliza, de paso, a quienes dentro del gobierno y la Concertación son defensores de las políticas públicas asociadas al modelo económico. Ello explicaría esta suerte de aparente confusión, ya que se trataría de una estrategia a la usanza del siglo XX orientada a producir los cambios por la vía conflictual. En tal caso, el objetivo sería producir un quiebre en el modelo que posibilite plantar un nuevo proyecto societal que no ha sido explicitado pero que claramente está desfasado de la dinámica del siglo XXI.

Ya sea que se trate de una falta de conducción o de una estrategia diseñada para producir el cambio, en ambos casos el camino es equivocado, tanto en lo que respecta a los escenarios mundiales que determinan el futuro del país en virtud de su dependencia externa, como por el simple hecho de que las expectativas de la sociedad están en un ámbito completamente distinto a lo que están recibiendo.

En definitiva, las sociedades no se desarrollan en torno a una definición ética de los salarios, sino que más bien alrededor de una coherencia ética en el comportamiento político. Eso significa, en concreto, entender que el salario ético es el resultado de un Pacto Social, donde todos los actores involucrados exponen sus argumentos y posiciones bajo la conducción gubernamental y parlamentaria, y llegan a una acuerdo de donde se derivan deberes, responsabilidades y se definen los beneficios presentes y futuros asociados a modificaciones sustantivas en los comportamientos acompañados de las reformas políticas necesarias. Solo señalemos, a modo de corolario, que en todos los países donde se ha querido generar mejor distribución del ingreso ha significado una profunda reforma tributaria y una integral reforma laboral.

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