La democracia, como todo sistema, evoluciona en virtud de los impulsos e incentivos provenientes del medio en que se encuentra, como de aquellos externos que le permiten su proyección. De esta forma, la idea de perfección constituye un incentivo y no un logro alcanzable por sí mismo, si no que en la medida de que quienes estén encargados de hacerlo lo sepan hacer y proyectar adecuadamente.
En esta perspectiva, el gobierno tiene la responsabilidad de evaluar y construir permanentemente los mecanismos adecuados para superar los conflictos y obtener los mejores grados de gobernabilidad posibles en un escenario marcado por la incertidumbre y la inseguridad. Considerando que la superación de los conflictos constituye un imperativo democrático, parece razonable observarlos para evaluar el real funcionamiento de la democracia. Las conclusiones de este artículo son de su exclusiva responsabilidad como lector y ciudadano.
Partamos de una cuestión obvia, que a veces no pareciera serlo, como es que la democracia se construye a partir de dos hechos objetivos. El primero de ellos es que es necesario limitar y contrapesar el poder político, incluso mas allá de la tradicional separación de poderes que terminó por plasmar Montesquieu; el segundo, es que la sociedad, por su composición natural de individuos diferentes, tiende normalmente al disenso y por ende a tener dificultades para lograr el consenso. A partir de ambos elementos (desde el punto de vista histórico y filosófico podríamos nombrar muchos más), razonablemente podemos afirmar que la democracia se constituye por una variedad de mecanismos e instrumentos para superar el disenso, superar el conflicto y distribuir el poder, cuya forma y contenido evoluciona en el tiempo y donde el consenso es el resultado de la aplicación de todos ellos. Dicho de otra manera, el consenso NO es la base de la democracia, sino que su resultado.
En consecuencia, una democracia se perfecciona en virtud de la capacidad de sus actores para identificar las diferencias, los problemas, conflictos y variables que afectan la gobernabilidad para construir, adaptar y aplicar los instrumentos que permitan su superación.
La democracia del siglo XXI, marcada por el fin de las ideologías y el término de la guerra fría, ha llevado a que los gobiernos se transformen en el foco de atención de los ciudadanos, quienes expresan una desconfianza creciente en los partidos y tienden a privilegiar la credibilidad personal de los candidatos. En las democracias desarrolladas ello va acompañado de una homogénea cultura política y democrática y una institucionalidad capaz sostener los cambios y adaptaciones que son necesarias conforme sea el grado de incertidumbre o inseguridad que es necesario superar. Los comicios de Alemania, las recientes elecciones presidenciales en Francia o las municipales en España dan cuenta en parte de este fenómeno. Son estos mismos gobiernos, que duran entre 4 y 6 años, los responsables de sellar acuerdos estratégicos de mediano y largo plazo (entre 15 y 50 años) en temas energéticos o financieros, por ejemplo, donde cada gobierno vela por sus intereses y también por su identidad. Ninguno de esos acuerdos sería posible sin eficientes mecanismos internos para superar los disensos existentes.
En nuestra democracia, los conflictos prefieren ocultarse y no enfrentarse. Con ello, se entra en un círculo complejo que lleva a que cada gobierno se preocupe más de su imagen y la forma en que es percibida por la ciudadanía, mientras que los actores dentro del gobierno se sienten tentados de usar el poder político que no tenga contrapeso, gracias a lo cual la corrupción se transforma en un fantasma que cada día da más sombra y que termina cobijando en un cómplice silencio a muchos. En otras palabras, resulta incoherente que se hable de transparencia mientras los conflictos se ocultan, las crisis se niegan y, en definitiva, no se enfrentan. Los ejemplos sobran, desde el MOP-GATE hasta ahora, pasando por Chiledeportes, Educación, Seguridad, Transantiago y otros la solución es similar: negación del conflicto, a lo más reconocer responsabilidad y dejar ideas y metas que luego no se cumplirán o en su defecto trasladar la responsabilidad a otros.
La guinda de la torta, por decirlo de alguna manera, es el tema energético, donde el actual escenario era predecible con certeza desde el 2004. El tema es simple. La demanda interna de Argentina es mayor a la oferta, por no haber inversiones oportunas y, a su vez, la menor producción interna limita sus posibilidades de exportación a Chile, dejándola depender de la variación del aumento del consumo interno. En otras palabras, Argentina exporta a Chile en la medida que ello no le genere un conflicto interno, que derive en protesta social, y que pueda significar un problema de gobernabilidad a Kirchner en año electoral.
Las democracias que crecen y se desarrollan lo muestran en sus actos más que en sus discursos. Bajo esta premisa, los conflictos en democracia se enfrentan y no se ocultan, ni se disfrazan ni se niegan. Una democracia los enfrenta de manera clara, directa y de cara a los ciudadanos, utilizando la institucionalidad para superarlos. Cuando ello no sucede, surge naturalmente la democracia de la exclusión, es decir, todo aquel que opine contrario al gobierno es dejado fuera. Cada vez que la democracia utiliza mecanismos no institucionales, termina socavando su legitimidad. Ello es el primer paso para autoconvencerse de que la única forma de implantar una democracia es mediante la concentración de poder o mediante formulas personalistas con aroma a populismos.
La democracia no requiere de gobiernos de conveniencia, sino que de gobiernos audaces que sepan y acepten a la democracia como “the only game in the town” y no solamente cuando sea conveniente para los intereses gubernamentales, cualesquiera que éstos sean. Bajo una fórmula de conveniencia, el discurso de transparencia y eficiencia no es creíble ni tampoco aceptable para la ciudadanía. La democracia exige una verdad política que no puede estar disociada de la realidad.
La conveniencia opera tanto desde la perspectiva del gobierno como también de la oposición, en ello no hay que engañarse. Quien acepta y juega a la conveniencia, ya sea para tener mejor posición o sacar ventaja para una elección, se aleja paulatinamente de lo que los ciudadanos esperan de una democracia. En definitiva, los conflictos se acumulan y cada vez es más evidente la conveniencia de ocultarlos, minimizarlos y negarlos no es una solución democráticamente aceptable.
Columna publicada en El Periodista
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