jueves, 26 de junio de 2008

El futuro nos aplasta


No puede pasar desapercibido el grado de conflictividad que vive nuestra sociedad en distintos ámbitos. Ya sea en lo social, económico, político e incluso tecnológico y en cada una de sus diversas expresiones. La confrontación aparece como un elemento común y, además, frecuente. Más aún, se percibe un aumento de los actos de violencia como mecanismo o método para conseguir los objetivos, ya sea de quienes protestan, exigen o solicitan alguna respuesta como de aquellos que ven en la violencia la última y mas eficiente forma de terminar un conflicto, imponiendo una imagen de triunfo de dudosa legitimidad.

Es una cuestión aceptada, y desde hace bastante tiempo, que el conflicto es connatural a la existencia del hombre y, por tanto, su presencia constituye un factor de cambio que adecuadamente orientado no solo es funcional sino que define el grado, profundidad, contenido e intensidad de la evolución política, económica y social y sus implicancias en sus distintas dimensiones y niveles. Por ello, la orientación del conflicto y la forma en que se desarrolla resulta ser una cuestión que suele focalizar el análisis en el ámbito político, ampliamente considerado, de manera de establecer las formulas y procedimientos que posibiliten su solución.

En el siglo XX, la idea del conflicto como motor final del cambio se orientaba desde la base social para tomar el control del Estado y de esa manera cambiar el modelo y forma de dominación, siendo el objetivo final la desarticulación y desaparición del Estado tal como era conocido. Por otro lado, quienes consideraban que el conflicto era una patología social se refugiaban detrás del Estado bajo la idea de orden y estabilidad expresados en leyes y en las capacidades de coerción del Estado que permitiesen evitar que el conflicto orientado con fines revolucionarios, pudiera socavar el orden político imperante. Las soluciones se imponían mediante complejas negociaciones planteadas por los partidos versus la amenaza permanente de mayor violencia o de mayor intensidad en la coerción legitima del Estado.

Sin embargo, en el siglo XXI el conflicto no solo se asume como parte de los procesos sociales en general, sino que además, se suman nuevos actores y se incorpora la incertidumbre y el riesgo como elementos que influyen directamente en su generación. Al efecto, el conflicto lejos de minimizarse al finalizar la guerra fría y el enfrentamiento directo en bloques, tiende a aumentar pero ya no en la lógica del siglo pasado, sino que bajo escenarios de alta incertidumbre, con liderazgos políticos débiles, con un Estado que ha debido dejar lugar a los organismos internacionales y a las ONG’s, junto a una sociedad civil activa y dispersa y con disminuidos grupos que ya no se unen ciegamente a propuestas ideológicas o partidarias. Por otra parte, se desarrollan nuevas metodologías de resolución asumiendo la complejidad, diversidad y multidimensionalidad del conflicto. De esta forma, los mecanismos para superarlo se centran en el dialogo, en la generación de espacios de cooperación, en la inclusión, la negociación directa y focalizada en que las partes obtengan el mayor beneficio y con el menor costo posible. En la práctica, se asume un proceso conflictivo con una cuota de cooperación, y donde la orientación del cambio renegocia no respecto a los intereses en disputa en la coyuntura sino que respecto a la legitimidad futura en la distribución de poder o en la ventaja decisional, lo que obliga a pensar en el futuro, a generar propuestas macros desde donde se deriven los aspectos específicos y, finalmente, posean la característica de incluir a todos los actores de forma directa o indirecta.

En el siglo XXI el conflicto considera la interdependencia como un factor crucial. Se trata de aceptar que ningún actor puede conseguir sus objetivos sin la participación activa del resto. Ello conlleva exigencias distintas para lograr desarrollar negociaciones y esquemas cooperativos.

La idea de presentar esta distinción básica entre el conflicto del siglo XX y el XXI no busca otra cosa que dejar establecido que cuando en un país los niveles de conflictividad aumentan y su debate internos de superación se hacen bajo la lógica del siglo XX, como es el caso de Chile, las posibilidades de lograr la mínima legitimidad necesaria ante la sociedad y ante los adversarios disminuyen drásticamente.

En este contexto, los actores que se enfrentan en conflictos, llámense Gobierno, partidos políticos, movimientos políticos o sociales lo hacen bajo un esquema de coyuntura donde su horizonte de tiempo es como máximo la próxima elección o, en su defecto, la solución inmediatista a su demanda. A su vez, el diagnóstico de los hechos se basa en las ideas del siglo pasado donde la confrontación se interpreta forzosamente como directa y excluyente. Adicionalmente, las soluciones que se encuentran normalmente en manos del gobierno, se plantean en términos de beneficios de imagen y comunicación más que en un sentido estratégico. Es decir, los problemas, lo conflictos y sus soluciones se analizan desde lo micro hacia lo macro.

Desde esta perspectiva, ¿podría usted señalar cual es la diferencia entre quien esta en el gobierno y quien esta en la oposición respecto a la lógica para el manejo de los conflictos? Es justamente esta reflexión la que se precisa para hallar un fundamento a nuestra contingencia y aceptar que ella no tiene sentido sin un objetivo futuro claro y relacionado al sentir ciudadano. Todas las soluciones vía subsidios o aportes estatales con el solo fin de controlar conflictos y no crear condiciones de futuro, llevan la esencia letal de más conflictividad futura. Del mismo modo, el planteamiento de negociaciones asociadas a las lógicas del siglo XX en que se enfrentan capital y trabajo o, simplemente, Estado versus sector privado, llevan el similar germen para nuestro horizonte social y político.

Quienes sostiene que ello se maneja manteniendo el equilibrio macroeconómico y estableciendo una suerte de política estática asociada aun liderazgo fuerte, suelen olvidar a los demás actores que se sienten excluido y que demanda algún grado de participación mayor. Se olvida que la interdependencia y con ella la coordinación y la cooperación, solo es posible, en el siglo XXI, validando al otro, integrándolo en un espacio que tenga incorporadas las variables portadoras de futuro.

Demás esta decir que Chile se encuentra en un punto de inflexión respecto a su desarrollo y también a su crecimiento. Temas como la energía, el medioambiente y el calentamiento global, la crisis alimentaria y la desigualdad resultan ser los temas macros que determinan las posibilidades futuras de Chile. Sobre estos temas no hay debate y donde se han abierto ventanas, no hay acuerdos ni tampoco esbozos de construir una visión estratégica. En lo que respecta al tema económico es evidente la necesidad de cambios, los que fueron debatidos y acordados por unanimidad en el senado y entregados al Gobierno, donde no han sido considerados.

Los diálogos están limitados o cortados al interior del gobierno y entre los poderes del Estado. Los partidos están en una dinámica de permanente confrontación interna y preocupación electoral, la sociedad y sus distintas agrupaciones protestan y aportan al clima de conflicto y las soluciones se ven con ópticas del siglo pasado. En estas condiciones puede que no importe quien gobierne, el futuro nos aplasta.

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